Un documento histórico, en el semanario español «Estampa» a principios del siglo XX, se entrevista a uno de los primeros organilleros españoles. En los años 20’s el organillero italiano Esteban Expósito recorrió Europa y el norte de África con su instrumento musical. Aquí se resume su vida platicada por el mismo…
Ya tenía profesión y porvenir! Me compraría un organillo como aquel y me iría por el mundo!
Tiene en la cara unos surcos implacables, únicas huellas que le han dejado por toda herencia sus ochenta años. Delgado y tieso, conserva en sus palabras, en sus ademanes, una mezcla de distinción y de suburbio como corresponde a quien, trotamundos incansable, habla cinco idiomas y no sabe leer ni escribir ninguno.
No le falta detalle a este trashumante ochentón: viajes, lugares abiertos a la aventura donde a nadie se le pregunta de que sitio viene ni a cual se dirige; amores de unos días rotos antes de que los besos se cansaran de volar de uno a otro; una vejez triste, tranquila y antes, muchos años antes, un Asilo de Cuni en el Piamonte, donde vivía el niño abandonado Esteban Expósito.
Esteban Expósito, como todos los viejos, gusta de recordar su vida y nada le hace tan feliz como asombrar a sus oyentes con el relato de su asombrosa existencia. Añadid a esto un idioma mezcla de italiano, francés, portugués, español y árabe, manejado con una despreocupación natural y tendréis mi conversación con el pianista Esteban Expósito.
Era yo chiquitín, recién nacido acaso, cuando mis padres, a quienes no he conocido nunca, me llevaron al Asilo de Cuni, en el Piamonte. Allí, apenas lo recuerdo, pasé mis primeros catorce años. Cuando tuve edad de trabajar.
Me dieron un burro para acarrear arena. No tenía entonces cumplidos los quince años. Trabajaba todos los días porque a eso me habían acostumbrado. Hasta que un día, muy de mañana, salí con mi burro en busca de arena y empecé a andar sin volver la cabeza, y todavía no he vuelto.
Yo quería a mi organillo como debe quererse a un hijo. Era mi compañero siempre, en todos sitios, a todas horas.
Yo no se las horas que anduve. No tenía dinero. La gente era entonces mucho mejor que hoy. En aquella época daban limosna al pobre sin preguntale quién era, ni de dónde procedía. Así, andando días y días, me dirigí a la frontera con Francia.
Llegué a Marsella. Anduve durante varios días por las calles, desorientado, sin saber dónde meterme, qué hacer. Pero una tarde, de noche casi, tropecé con un hombre que llevaba sobre el pecho colgado con unas correas, un armatoste. Le observé durante unos minutos. El hombre seguía andando, recto, como quien va a un sitio determinado. Efectivamente. Se paró ante una casa, frente al portón amplio y de aquel cajón colgado del cuello empezaron a salir notas de una ópera. Me quedé asombrado. Cuando acabó, la gente que se había agrupado en torno suyo le dio unas monedas. Aquello fue para mi una revelación. !Ya tenía profesión y porvenir! !Me compraría un organillo como aquel y me iría por el mundo! Busqué en seguida una tienda de organillos. Al fin encontré uno. Me costó 970 francos, !pásmese usted!
Yo quería a mi organillo como debe quererse a un hijo. Era mi compañero siempre, en todos sitios, a todas horas. No podía salir a la calle sin el, me faltaba algo de mi mismo si le dejaba en casa. Cinco años permanecí en Marsella con mi piano. Las diez piezas que tenía se hicieron pronto populares. Cinco óperas y cinco bailables. Pero, sobre todo, Traviata, de Verdi. Todo el mundo quería oir Traviata. Créame usted; ella sola me daba de tres a cuatro pesetas diarias.
Así, con este sueldo, ahorrando poco, teniendo hoy una novia y mañana otra, recorrí todo el norte de África
A los cinco años la gente empezó a cansarse de tanta Traviata. Algunos hubo que, cundo oían mi organillo, hacían la señal de la cruz. Tuve que emigrar. Y por la noche, sin que nadie me viera, andando con mi armatoste y sin dinero, me fui hacia Tolón
España!
Seguí bajando hacia España. Sacaba mis piezas poco, lo suficiente para poder vivir. Pasé la frontera. Un día, por fin llegué a Figueras. Inmediatamente empecé a trabajar. La gente respondía bien y me sacaba un duro diario. Después, Gerona me acogió bien. Y por último, Barcelona, donde un día con otro ganaba de ocho a nueve pesetas.
Al principio, la gente me miraba con una curiosidad molesta, ignorantes de que lo que yo ocultaba en aquel cajón era música y música buena. Pero una vez familiarizados conmigo no me dejaban ni a sol ni a sombra. Los chiquillos me seguían por las calles y las mujeres aplaudían.
Tenía ganas de conocer Madrid. Y le digo a usted que entonces Madrid no era como ahora. !Qué calles! No me gustó y me marché pronto. De aquí fui a Valencia y de Valencia a Alicante. Allí embarqué con rumbo a Orán. En África ganaba más dinero que en ningún sitio: de diez y ocho a veinte pesetas diarias. Así, con este sueldo, ahorrando poco, teniendo hoy una novia y mañana otra, recorrí todo el norte de África.
En Bona me cansé de mi organillo y se lo vendí a un amigo. Me dio por el cincuenta duros.
Allí, un compatriota mio tenía montado un restaurant. Me habló. Le dije que yo era el mejor cocinero del mundo. Y entré en su casa a trabajar de pinche. Al poco tiempo caí enfermo. La esposa de mi compatriota, una africana guapa y cariñosa, iba a verme y me llevaba medicinas, todo lo necesario. Pero el marido se enfadó con migo y cuando estuve bueno me despedí y me fui. Habían transcurrido doce años.
Recuperé mi organillo y me vine a Madrid. Ganaba algún dinero, pero poco. Y un día me fui a Getafe, otro a Torrejón y así hasta que llegué a Portugal. Aclimatado a la vida portuguesa estuve cerca de catorce años. Mire lo que me pasó un día en Lisboa: Iba yo por la calle con mi organillo colgado, cuando un señor alto, de tipo inglés, se me acercó y me dijo:
– ¿Tiene usted la Marsellesa? -Si señor, le contesté. -Pues véngase conmigo.
Anduvimos unas calles. Al fin, ante un edificio grande, nos paramos.
-Le doy a usted una libra esterlina porque mañana, desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche, toque la Marsellesa, nada más que la Marsellesa, sin moverse de aquí.ç
Todo el día siguiente lo pasé tocando la Marsellesa donde aquel señor me había dicho. Me dio la libra esterlina y le dije:
-Dígame, señor, ¿Y por qué tiene usted este capricho tan raro? -No, si no es capricho. Es que ese edificio grande de enfrente es el Gran Casino Monárquico.
Y ahora una vejez tranquila aquí en este merendero de la Bombilla dando a la manivela del organillo moderno para que la gente joven se divierta. ¿Ilusiones? Tengo ya muchos años -ochenta- para tener ilusiones. Un día cualquiera me moriré y nadie se volverá a acordar de que Esteban Expósito ha estado en el mundo. Es un poco triste, pero es mejor así.
Nota: José Díaz Morales