Música destinada a morir

El escritor y periodista Chileno: José Donoso, escribió en 1962 un reportaje sobre los organilleros para la revista Ercilla. El también Premio Novel de Literarura (1990) entrevistó a quienes en mitad del siglo pasado eran el referente de la tradición del organillo en el país sudamericano. Aquí se presentan fragmentos del artículo orginial.

En Santiago quedan solo 25 organillos. Y no todos en uso, porque las nuevas generaciones no se interesan por trabajar con organillos

Hay ciertas melodías muy viejas, muy melancólicas, casi olvidadas, que no se oyen más que en los organillos. “La Chica del diecisiete”, ‘Ay, Josefina’, “La tonkinesa” parecen haber sido compuestas hace mucho tiempo, exclusivamente para ser ejecutadas al pie de una ventana o en una esquina cualquiera de la ciudad, por esos hombres miserablemente vestidos y mal afeitados, que sudan al dar la vuelta la manivela de la caja de 40 kilos con la que han atravesado la ciudad.

Hay organilleros que son dueños de sus propios aparatos, pero son los menos. En cambio, los empresarios de organillos dueños de una “flota” de tres, cuatro o cinco aparatos, los arriendan a hombres que los saben trabajar. Estos pagan unos 800 pesos diarios por el arriendo del aparato. Por 10 pesos compran al empresario un pliego con 18 suertes que el loro, generalmente la única propiedad personal del arrendatario.

Los mejores barrios para los organilleros son el barrio alto de Quintana Normal. Casi todos están de acuerdo en que en el barrio algo gustan más las melodías mexicanas, y las favoritas son: “Juana” , “Me he de comer esa tuna” y “Pregonera”. En Quintana Normal, en cambio, gustan de oír melodías más antiguas, pasadas de moda, valses vieneses sobre todo. Pero los grandes clientes de los organilleros son los niños: apenas los oyen, se arremolina en torno al aparato, obligan a sus padres a comprarles pelotitas que despanzurran a los pocos minutos y quieren ver al loro. Sin los niños, los organilleros no podrían vivir.

De dónde salieron los organillos? Uno no puede dejar he hacerse la pregunta, al ver las complejas máquinas, costosas – valen tanto como un Fiat -, importadas, de aspecto, generalmente muy anticuado. Enrique Venegas, en su casa de la calle Borgoño, en el pasadero 30 de la Gran Avenida explica algo de la historia de los organillos en Chile:

El primer organillero que hubo en Chile fue don José Strup, que llegó con sus instrumentos en 1895. Venía de Alemania, donde la firma Bacigalupo fabricaba, además de órganos y armonios, organillos. Después comenzaron a llegar más organillos al país, hasta el último, que fue importado en 1937. Esta ya era muy moderno y cómodo porque tenía ruedas y no era tan sacrificado trabajar con él, como con los que hay que llevar al hombro suspendidos con una correa de cuero.

Casi todos están de acuerdo en que en el barrio algo gustan más las melodías mexicanas

Enrique Venegas es el personaje más importante del mundo de los organilleros. Un hombre delgado con el rostro lleno de fatiga que aparenta más des sus 55 años, vive con su compañera y dos hijos pequeños. La fortuna no ha sonreído a este inteligente y curioso bohemio del pueblo chileno a pesar de que todo el mundo de los organillos depende de él.

Bajo la mediagua en que está su taller, rodeado de trastos y de gallinas, detrás de una pequeña tienda. Enrique Venegas sabe que los 64 compases de una melodía se descomponen en el milímetro de la fusa, el medio milímetro de la corchea, los puentes de los sostenidos, etc. Y con este lenguaje de púas y puentecitos minúsculos de metal puede escribir las más bellas melodías que hoy e oyen por las calles de Santiago, que aunque no puedan competir con las Wurlitzer llenas de luces que atraen a la juventud hablan con un idioma propio e inconfundible. ¿Qué sucederá cuando desaparezca Venegas? Se irán haciendo más y más cascadas, hasta que por fin enmudezcan para siempre y dentro de algunos años los niños ya no sabrán lo que es correr para oír al organillero.

– José Donoso, Noviembre 1962