El último organillero de Bolivia

Sergio Ríos se ha propuesto rescatar el oficio en extinción. Junto a su instrumento lleva un mono bailarín de peluche que encanta a los niños.

Con sombrero negro, corbata gato y anteojos redondos, Sergio Ríos Hennings es el último organillero de La Paz. Su instrumento, el organillo, es el corazón de uno de los oficios que se extingue ante la ruidosa modernidad.

El titiritero y actor se propuso hace tres años ser el portal al pasado para niños y adultos y, al igual que sus colegas de tiempos añejos, lleva consigo un mono bailarín. Pero su simio no es de carne y hueso, sino de peluche y algodón.

“El de organillero prácticamente es un oficio extinto en el país y mi idea es recuperarlo. Quiero preservar su música mecánica, ese sonido tan particular que provoca un estado de ánimo especial… alegría será”, asegura en pleno Prado paceño el también director del Espacio Interactivo Pipiripi .

Acompañado de su hijo y a veces solo, Sergio se instala en distintos puntos de la ciudad para ejercer de organillero. Pone un cartel con información sobre su instrumento y pronto la música empieza a sonar.

No hay fuentes ni datos precisos de la aparición o desaparición del oficio en América Latina, pero se estima que los primeros organillos llegaron desde Alemania hacía 1880. México, Chile y Argentina fueron los primeros países a los que arribaron y son hasta hoy sitios donde la tradición aún sobrevive.

“Muchas personas aseguran que en La Paz en los años 50 aún se podía ver a algún organillero en la puerta del Teatro Municipal o por la plaza Riosinho. Los testimonios nos muestran que era un oficio muy ligado al de quienes usaban pajarillos para ver la suerte”, explica Ríos en un descanso de su función.

El organillo con el que trabaja no utiliza ningún componente electrónico. Es un ViolinoPan de 33 tubos, construido según las técnicas de los maestros del siglo XIX. Su sonido es producido por fuelles que envían una corriente de aire a los tubos.

Las notas están codificadas en perforaciones a lo largo de un rollo de papel. Cada minuto de música necesita 4,3 metros.

Hace dos siglos estos instrumentos, que los niños llaman “cajita de música”, eran muy cotizados. Con un peso de entre 30 y 80 kilos animaban las fiestas populares. “Son instrumentos que por el desuso se han ido perdiendo y no tenemos maestros que los fabriquen acá”, cuenta.

Al igual que en siglos pasados, estos instrumentos deben ser importados desde Europa. El costo “es muy caro”, pero vale la pena.

“Estos instrumentos llegaron en barcos junto con la migración europea a esta parte del continente. Era una forma de transportar y de democratizar la música, antes de que llegue el fonógrafo o la radio ”, explica.

Ríos consigue sus organillos por medio de un contacto con el luthier alemán Axel Strudel. Él es el último constructor de instrumentos callejeros en Berlín.

“Cada vez son menos los interpretes y quedan apenas unos cuantos constructores de estos instrumentos. Los organillos ahora son de colección”, lamenta.

El domingo pasado, Sergio Ríos interpretó su organillo en medio de la Feria Dominical del Prado. Los niños quedaron maravillados con el instrumento, con su sonido y con el títere que lo acompañaba. Los adultos recordaron pedazos de su infancia y emergieron las memorias de una La Paz de antaño que se pierde ante el avance de la modernidad.

“En el Museo Costumbrista, entre los personajes paceños hay una pequeña estatuilla del organillero con su mono. Esa imagen me motivó a trabajar y conseguir el instrumento. Busqué hasta encontrar este ejemplar que es el que mejor se presta para ser tocado en una calle. Es que hay que devolverle este sonido a la ciudad”, comenta el músico.

 

Información de Leny Chuquimia en Página Siete