El Organillero era uno de los tipos castizos más conocidos de Madrid. Llegaron a España a finales del XIX y fueron perseguidos por las autoridades municipales hasta que se convirtieron, en el ocaso de su presencia en la ciudad, en una figura reivindicada como parte de la esencia de la capital
Es sabido que ser madrileño es más una cuestión de voluntad que de origen y que, si se dejan, la capital convierte rápidamente en castizos a los recién llegados. Pasa con sus habitantes, con sus tradiciones y con sus iconos más folclóricos. También pasó con el organillo. Introducido desde Italia por los hermanos Apruzzese a finales del siglo XIX a instancia del maestro Tomás Bretón, el ingenio musical se hizo rápidamente popular gracias a las ventajas que ofrecía. Para empezar, era portátil y además no requería que el tañedor tuviese formación musical, ideal para las verbenas.
Hasta 2008, Madrid contó con el taller de Antonio Apruzzese en la Carrera de San Francisco, descendiente de los pioneros del organillo en Madrid fue lutier, afinador, reparador, compositor y grabador de rodillos. La afición era tal que grabó numerosos discos bajo el nombre de “El As del organillo” con chotis, pasodobles y las piezas más populares de algunas zarzuelas. Tras su fallecimiento en 1998, el establecimiento fue sostenido como tienda de alquiler, reparación y suerte de “museo” del instrumento por los hermanos Ochoa del Olmo que tras una década al frente tiraron la toalla por falta de demanda y de apoyo institucional.

HISTORIA EN ESPAÑA
El organillero logrará esquivar el prejuicio con que era mirado en Europa en un primer momento por ser una rareza exótica, pero a mediados del siglo XIX empezarán a encontrarse de frente a las clases burguesas, que vincularon a los organilleros con habitantes de la mala vida, emparentados con mendigos y otros marginados sociales. Su difícil encaje entre la condición de trabajador humilde y marginado social será una constante ¿Qué eran los organilleros? Depende del momento.
Pronto, el ruido es visto como una alteración del orden público que se interpone entre el trabajo en casa de intelectuales o periodistas. Desde finales del XIX las fiestas callejeras e improvisadas en las que eran contratados se asocian con el desorden social y comienzan a darse licencias que limitaban su actividad a unos espacios concretos. Es por ello que Esteban Espósito habla con el periodista, ya surcando los ochenta años, en el merendero de la Bombilla, un lugar típico del esparcimiento de las clases populares donde su presencia estaba permitida.
El ruido, como el hedor, son elementos a erradicar en la concepción liberal de la ciudad, en la que se conjugan la preocupación por la higiene pública con la prevención ante la seguridad y el mantenimiento del orden social. La planificación urbanística de las ciudades corre paralela a la sospecha permanente sobre los espacios que se consideran enfermos. Los habitantes desposeídos y míseros son portadores de la degradación moral además de víctimas. Su traslación al espacio de lo sonoro ha sido denominado por Sergio Llano higiene auditiva y cristalizó en disposiciones y leyes que perseguían a los músicos callejeros.

El propio Llanos muestra en su libro un caso paradigmático de su persecución en Madrid. En 1889 el entonces gobernador civil Alberto Aguilera comenzó una campaña contra el colectivo que obtuvo amplia resonancia en la prensa del momento. Con motivo de la aparición de un cadáver en la carretera que llevaba a Carabanchel y las supuestas declaraciones de una joven, que dijo haber visto que la cosa se había originado en una riña entre organilleros, se armó un caso mediático que luego quedó en nada pero que supuso la detención de algunos miembros del gremio, el registro de sus casas y, a las finales, un clima social propicio a aprobar medidas que limitaran su presencia en el espacio público madrileño.
Ya en los años veinte se produciría una romantización de la figura del organillero que podríamos entender como el inicio del tipo popular descargado de prejuicio pero artificial que hoy conocemos. Fue una respuesta castiza a la invasión del jazz y la cultura anglosajona. En realidad, también durante estos años, siguieron sufriendo los organilleros los rigores de clase social pero su estampa estaba pasando a integrar un lugar en el panteón de la tradición madrileña.
El 7 de enero de 1930 el periodista José Díaz Morales firmaba en la revista Estampa un reportaje de dos páginas dedicado a Esteban Espósito, “el hombre que hizo sonar el primer organillo en España” (según la propia revista). El viejo organillero y su periplo vital sirven para hacerse una idea de la realidad de una profesión que dicta el guión del tipo castizo que hoy tenemos en mente. (Puede consultar el artículo aquí mismo) Una vida dura y, a menudo, asociada con la marginalidad en su tiempo, tal y como explica Samuel Llano en Notas discordantes. Flamenquismo, músicas marginales y control social en Madrid, 1850-1930, que hoy nos sirve como guía.
Este artículo se publicó originalmente en: ElDiario.es